A duras penas consiguió salir del auto. Un Saab verde picoleto tipo escarabajo del 69.
Por entonces Dioclón ya estaba como una foca y su padre le llevaba de perrillo
acompañante en las cacerías de tórtolas donde se aburría soberanamente. Quizá lo único
bueno para él eran esas caminatas por las dehesas donde se sudaban por los cuatro
costados las migas con sardinas del amanecer y las paradas para beber del pellejo de
vino y que él aprovechaba para recoger del suelo castañas y bellotas y así recuperar las
energías perdidas.
Ya parapetados en el puesto de caza, a la espera de los gritos, aullidos y caceroladas de
los batidores, tenía que permanecer en absoluto silencio y en cuclillas, pues sólo había
una silla plegable de pinchar en el suelo y ésa era para el tirador.
De vuelta para el cortijo al atardecer con los tímpanos reventados, Dioclón tenía que
cargar todo modorro con los cartuchos, las cananas, el puesto y la maldita silla de pico
plegable que se desplegaba cuando quería y se clavaba en la espalda, a traición.
Si se encontraban con otros cazadores y había alguna pieza moribunda enseguida le
enseñaban a retorcerle con maestría el pescuezo para que no sufriera más la pobre
palomita.
Si era un conejo o una liebre se daba un golpe de kárate. Y por último la exposición y el
sorteo de los cadáveres como si aquello fuera una lonja.
Estaba tan grueso que se quedaba encajado en el coche. Quizá comer tanta tórtola y
perdiz le hacía un gordo infeliz.
-“¡Niño, a ver...! ¿tú qué vas a querer: chocolate o lomo?” bromeaba uno de La Nava con
él, a la vez que destapaba una tartera repleta de tortilla y jugosos filetes empanados.
-“ ¡Chocolomo!, se apresuró a contestar como lo hubiera hecho cualquier perrito hermoso
de la provincia de Badajoz en pleno aquelarre merendil.
Todo aquél largo y tormentoso día desde las cinco de la madrugada había sido su
cumpleaños y encajado entre la palanca de cambios y el salpicadero oyó de su padre las
mágicas palabras:
-“Felicidades, hijo”, al tiempo que le besaba y le daba una docena de tirones de oreja. Se
esparcía en el habitáculo un poderoso olor a sangre de liebre y a montuno.
Apagó el motor y tomó del asiento trasero un paquete rectangular alargado en vuelto en
papel de estraza duro de color marrón claro y se lo entregó.
Permaneció unos instantes embobado observando las fogatas próximas al terraplén del
río Guadiana y los autobuses de los portugueses aparcados en redondel.
El tiovivo ya estaba apagado y entre los caballitos se adivinaba la luna menguante.
Esperaba abrir la caja y encontrarse al fin con el violín al que tantas veces había ido a
visitar en tren a Almendralejo engatusando a los amiguetes con recorrer mundo y pegar
las narices en el escaparate de la tienda de música.
-“Felicidades”, repitió su padre, “esto es algo que todo joven desearía tener, y, ya que
cumples doce,aquí tienes el regalo más adecuado: Una Beretta del doce”.
Las lágrimas se deslizaron como gotas de mercurio por sus prominentes carrillos.
Ahora aparecían mil hogueras centelleantes.
La luna menguante se doblaba en el espejo del río. Mi padre apesadumbrado bajó los
párpados y torció el cuello hacia su ventana. Tomó el arma suavemente y acarició la
impoluta culata de cedro una y otra vez. Detuvo sus dedos en los relieves grabados al
buril de las placas de acero próximas al gatillo y le miró fijamente.
-“Esto es una maravilla italiana. Un prodigio de escopeta. ¿Es que no te gusta?
¿Preferirías una repetidora, o acaso un Winchester?, le interrogaba desesperado.
Ya no se apreciaba ninguna fogata y menos aún el redondel de autobuses. Un nubarrón
ocultó la luna del parabrisas.
Gimoteando balbuceó a duras penas:
-“Tu sabes de sobra que lo que quiero es un instrumento sólo de madera y un arco.
Odio disparar, y más aún matar a los animalitos. Quédate para ti esa Beretta. ¿Para qué
la querría?, le reprochó.
-“Eres un pusilánime”, sentenció definitivamente saliendo del coche dando un portazo.
Permaneció encajado en el Saab verde durante un cuarto de hora más, pero con la
certeza absoluta de que en el próximo cumple tendría su adorado fetiche.
También supo que jamás volvería a ir con él de tórtolas. Para quemar las naves, y como
despedida de su desafección a la caza, asintió en ir de montería a unas sierras cercanas a
Castelo Branco.
Fueron tres días llenos de aventuras que marcaron para siempre su vida al conocer
a Pelinho, el hijo de la guardesa de la finca y perrillo ocasional como él.
No sé si fue a mala idea, pero al poco de nacer frente al manicomio de Mérida se les
ocurrió a sus progenitores bautizarle con el sonoro nombre de Dioclón.
A los pocos meses sus padres comenzaron a servir como mayordomo y cocinera para
unos marqueses que habitaban una casa que estaba adosada al templo de Diana.
El marqués sufría gota y el rechineo de la sangre acristalada de su pierna sonaba por
toda la casa, cuando no sus aullidos y el crujir de jarrones y porcelanas rotas
cuando le daban los perrengues. Aquello parecía una boda griega.
Una mañana de invierno que caía granizo la casa se inundó de mujeres de negro llorando
con ramos de flores. El marqués había muerto. Tras los funerales la marquesa marchó a
Gerona para no volver jamás.
Se supo años más tarde que desapareció un día de fuerte marejada junto con un
financiero parisino cuando navegaban por el Mediterráneo.
Pero hasta que sucediera esto, su madre había alumbrado a su hermana Lidia bajo la
segunda hilera de columnas gigantescas de granito unidas a las paredes. Llevaban más
de siete años sin los marqueses.
Pelinho Pitusirgu vio el mundo en un chozo de pastores a mitad de la cañada que sube
desde Évora a los cromeleques prehistóricos. El azar hizo que tras emigrar su padre a
Suiza o a Suecia, ni él mismo sabía a donde lo enviaban, su madre se puso a servir en un
caserón frente al templo, llevándose consigo al pequeño Pelinho con apenas tres años.
No volvió sino tras casi treinta años después totalmente pelado de divisas pero luciendo
un Mercedes diesel descapotable.
El destartalado caserón hacía esquina con otra travesía empedrada con una pendiente
muy pronunciada. A esta calle daba la habitación asignada al servicio, pero asomando el
pescuezo a la reja, Pelinho veía las columnas corintias y a Venus y la luna sobre ellas.
Miraba los astros que como un reloj invertido circunvalaban el cielo y se imaginaba a sí
mismo de bebé despanzurrado boca arriba en las calurosas noches de verano mientras
sus padres, hombro con hombro, le susurraban un canto alentejano.
Haber nacido en la proximidad de los cromeleques entre amanitas cesáresas con todo el
cielo abierto le hizo familiarizarse con las estrellas.
Pertenecía la casa a un viejo almirante que pasaba más tiempo en Porto Covo, con otros
viejos marinos que en ella.
Tiempo atrás permanecía largas temporadas para reponerse de la malaria, la tisis
u otras raras infecciones que cogía en inmundos puertos de África, Brasil o Asia. Tras
estas crisis el caserón rezumaba felicidad por todos los rincones.
Cada año el almirante Liria llegaba delirando por cualquier fiebre extraña y cuidado por
nativos esquimales, indonesios o chamanes de la Patagonia.
A la mínima mejoría los llevaba a conocer los cromeleques en plena noche y emplazaba a
cada uno a subirse a las ciclópeas piedras y a aullar o susurrar conjuros y cánticos al
cielo mientras él se situaba en el centro del circulo que aquellos formaban pertrechado
con un sextante en la mano y un pico y una pala colgados en la espalda.
Mientras los indígenas vociferaban, él medía las distancias de las estrellas y los planetas
de un lado a otro de la eclíptica y del ecuador, daba pasos hacia atrás,
volvía sobre sus pasos, giraba a la izquierda y avanzaba varios pasos. Continuaba su
baile geométrico hasta que exhausto exclamaba:
-“Es aquí. Venid todos, creo que esta aquí debajo”, señalando el trozo de tierra que tenia
bajo sus pies.
Comenzó a cavar con ímpetu, mientras los demás le observaban con sorpresa. Un joven
liberiano que hizo el amago de coger la pala para mover la tierra amontonada fue
reprendido severamente por el marino.
-“¡Quieto, insensato! Toda esta tierra es sagrada y, si este no fuera el lugar, cada grano
de arena debe volver al sitio exacto donde ha yacido durante milenios.
Prosiguió excavando él sólo y al llegar a una profundidad de dos metros subió de la
trinchera y comenzó a depositar cuidadosamente con la pala toda la arena.
-“Vámonos”, dijo, sacudiéndose las manos, “lo que necesitamos ahora es un buen
desayuno”. Los nativos subieron al remolque mientras despuntaban las primeras luces del
alba. El almirante arrancó el tractor y siguiendo la cañada alcanzó su casa junto al templo.
Todos comían del caldero de frijones con almejas y escuchaban la concertina que el
almirante sacaba del baúl con la que interpretaba valses dulzones poniendo fin a las
jornadas de insomnio.
Todos los campesinos, entre los que se encontraban los padres de Pelinho, veían primero
con extrañeza y posteriormente con cariño y agrado aquellas excursiones multiétnicas al
cerro de los dólmenes.
Los vecinos comenzaron a intimidar con los nuevos inquilinos, bien fueran a buscar un
remedio indio para las migrañas, tejidos y bordados artesanales andinos o recetas de
cocina china.
Llegó de su último gran viaje moribundo con medio cuerpo engangrenado lo que supuso
el principio del fin de aquellos años babélicos y multirraciales. Al almirante le amputaron el
brazo y la pierna derecha y terminaron para siempre las mágicas excursiones.
Poco a poco la casa quedó vacía. Ya nadie soportaba el continuo mal humor y las
irracionales órdenes del retirado almirante Liria, sólo ocupado en vaciar botellas de bagazo
y ron y llenarlas con barquitos de madera que en pleno delirio estrellaba contra los
muebles holandeses.
Al hacerse cargo del cuidado del enfermo y de la casa la madre de Pelinho encontró un
panorama desolador. Todo el suelo alfombrado de cristales y barquitos rotos. Habían
desaparecido los bellos muebles holandeses, los sacos de especias orientales, las largas
ristras de salazones, la colección de relojes de pared del siglo XVII y hasta las macetas
de plantas exóticas que con tanto esmero regaban los gemelos de Recife cada noche de
luna llena tras danzar su copoeira.
El palacete saqueado y el almirante postrado en la hamaca vomitando órdenes a los
gatos y perros callejeros que campaban a sus anchas por los salones deslucidos.
Hubiese preferido seguir en el chozo con su suelo empedrado con cemento, su jardín de
cañaverales y la alberca comunitaria de los nenúfares y las libélulas que
aquella solemne pocilga que olía a éter y a orín, mas había que alimentar a la criatura y
para ello comenzó por limpiar a fondo la habitación que le había asignado el envejecido
almirante. La que daba a la travesía rampante.
En la montería de Tras-os-Montes se cruzaron los caminos los adolescentes Pelinho
Pitusirgu, hecho un fideo escuchimizado, y Dioclón de la Hoz, gordito relleno rosáceo.
Dioclón, a estrenar la escopeta del doce, aunque sólo lo hiciera para agradar a su padre y
con la intención de probarla exclusivamente sobre latas de conserva vaciadas previamente
por él mismo. Pelinho, porque acompañaba al nutrido grupo de batidores y entre otras
faenas era el encargado de cuidar que no se desbandaran los mastines y los fox-terriers.
Ya bien iniciada la cacería, bajo el chaparro y las retamas que conformaban el puesto
camuflado Dioclón oyó un grito que no era como el de los batidores, sonaba desgarrado y
quejumbroso y parecía proceder de una mojonera con alcornoques secos que habíamos
dejado atrás. También lo percibieron los batidores. Hubo un silencio sepulcral que duró
unos largos segundos y al momento se oyeron los gritos de socorro entrecortados.
Dioclón no se lo pensó dos veces, soltó la Beretta y corrió hacia la mojonera con toda la
velocidad que la inercia daba a su voluminoso cuerpo, sorteando pedruscos y sembrados.
Los mismos gritos habían inquietado al moreno y espigado Pelinho que tras atar a los
perros a una encina corrió como un venado hacia el lugar dos cerros más allá de donde
batían.
Cuando llegó a la mojonera vio que Dioclón tiraba de los brazos de un joven cazador que
se había hundido en una ciénaga de barro caleño seca y cuarteada en la superficie.
Ahora quien gritaba era Dioclón que al tirar del hombre se hundía también. Pelinho se
quitó el cinturón y los pantalones, los anudó y los lanzó por encima de una rama principal
del alcornoque seco, soportando el peso de la cadena humana hasta que llegaron más
batidores y cazadores a socorrer a los tres.
Pasado el susto todos caminaron hacia el cortijo sin ciervos ni jabalíes, pero contentos
por una heroicidad de la que ni Pelinho ni Dioclón eran conscientes.
Una vez en el cortijo y enterada su madre de lo ocurrido preparó ésta en el
horno un enorme pastel de perdiz adornado con huevo hilado que batidores y cazadores
degustaron, poniendo en común sus tarteras y destapando los corchos de varias garrofas
de arroba de vino.
Pelinho y Dioclón tomaron un puñado de huevo hilado en una mano y un trozo de lomo
en la otra y salieron a ver los coches de los cazadores, a mirar los cuentakilómetros a ver
cual era el más veloz o a manosear las mascotas metálicas de los capots: las victorias
aladas, los relucientes impalas, los jaguares, los dos caballos...
Alguien no había cerrado la ventana de un Peugeot y allí encendieron el habano que les
había dado el padre del accidentado tirador.
Comenzó a llover y Dioclón y Pelinho subieron al auto a los asientos delanteros de hule
color crema. Entre calada y calada de puro, Dioclón preguntaba en castellano
nerviosamente y Pelinho se esforzaba en contestarle lentamente en portugués para que
aquel le entendiera.
-“Deves- tu falar mais lento, muito mais calmo...”, le indicaba cada vez que el español se
aceleraba.
Pelinho había ocupado el asiento del conductor y movía el volante jugando a conducir.
Dioclón reclinó el asiento del copiloto exhalando roscas de humo en dirección a la ventana
entreabierta.
El portugués fantaseaba con los pedales y la palanca de los cambios. Tanteó bajo el
salpicadero percatándose de que estaban las llaves puestas. Arrancó el motor con la
marcha atrás metida y el pobre Dioclón se estampó contra el parabrisas primero y se
encajó entre el salpicadero y el asiento después. Pelinho tiró del freno de mano y apagó
el motor. Dioclón lanzó por la ventana el puro que estaba agujereando el asiento y le
rugió:
-“Pero...¿Estas loco, o qué? ¡No me has matado de puro milagro!, ¡vámonos de aquí!
-“Calma, Dioclón tem calma...Le respondió el batidor arrancando de nuevo el vehículo,
pero esta vez en punto muerto. Ambos se miraron y rieron a carcajadas. Sin pensárselo
dos veces Pelinho se dirigió conduciendo hasta la puerta trasera del cortijo. Dejó el motor
encendido y bajó rápidamente del auto. Recogió un zurrón y una talega con pan y queso
y subió de nuevo al Peugeot burdeos.
La tromba de agua caía con más potencia. Dioclón hurgó en la talega y pellizcó un cacho
de queso sin pan, para no abusar. Pelinho aceleró y encendió las luces para recorrer el
túnel de abetos y pinos que daba entrada a la finca. Pelinho veía a través del retrovisor y
de la lluvia cómo se empequeñecían y se alejaban las pocas luces del cortijo.
A Dioclón le daba tres cuartos de lo mismo quedarse sin su Beretta.
Atravesando dehesas y sembrados, caminos de tierra y veredas empedradas, salieron a la
carretera general. En el cruce dudaron si tomar la carretera para Elvas o para Évora
decantándose ambos por ésta última.
Dioclón puso la radio y un cantante de moda cantaba:
“Oh Elvas, Oh Elvas, Badajoz a vista
eu so contrabandista de amor e saudade
eu porto no peito a minha verdade..”
Comenzaron a radiar un partido de fútbol, y tras cambiar el dial varias veces y no
encontrar nada interesante, Dioclón la apagó. A pocos metros de una gasolinera Pelinho
detuvo el coche en un camino . Continuó a pie hasta la estación donde rebuscó dos latas
que llenó de gasóleo y volvió para vaciarlas en el depósito.
Sacó de la talega un trozo de queso y otro de pan y Dioclón farfulló:
-“¡Joder con el queso...! ¿Es que no has traído nada más? ¡Estoy lampando de hambre!
-“Caminhante de pâo mole hoje y queijo quente amanhá ...” canturreó el portugués,
lanzando el vehículo rumbo a la ciudad amurallada.
Durante el trayecto relató al hambriento Dioclón algunos episodios de la vida y aventuras
del enigmático almirante Liria que había oído de labios de su madre o de las sastras que
venían a cortar y pespuntear la ropa del lisiado, al cual había visto de pascuas a ramos,
en las contadísimas ocasiones que venía de jugar la partida de Sines o de Porto Covo
donde permanecía la mayor parte de su tiempo en estado ebrio.
La tormenta había cesado. Un cartel de la carretera indicaba que habían
llegado a un pueblo llamado Azaruja. Sintió Dioclón un miedo ancestral al pronunciar ese
nombre y paró de rebuscar en el fondo de la talega los restos en polvo de algún polvorón
o mantecado. Pelinho frenó en seco y apagó las luces justo al final del pueblo, justo
frente al cementerio, cediendo el volante a su compañero que literalmente se había
cagado las patas abajo.
Volvió a sentir Dioclón el mismo bochorno que cuando su padre le regaló la escopeta, los
mismos escalofríos y la misma sudorina solo que un poco más sucio.
En ese único momento de su vida hubiera preferido tener a mano la Beretta, la repetidora
o la superpuesta y haberse liado a tiros con una liebre, con un conejo
o con cualquier fantasma o bicho que volara antes que a aquella talega vacía. “A más
miedo, más hambruna” que pensaría el zampabollos.
-“Precisas um burgulho, mais agora deves-tu conducir la carrinha”, animó a Dioclón y
prosiguió:
-“Olha a estrada e no adiantes a ninguem, tem muita calma” . Pelinho rebuscó en el
zurrón que no se había descolgado desde que saliera del cortijo y extrajo de él un juego
de llaves oxidadas.
Con una amplia sonrisa las mostró a su compañero para que se enterara de que estaban
salvados.
Lo poco que Dioclón alcanzaba a otear entrando al volante en la ciudad no hacía sino
recordarle a su pueblo.
La visión de las murallas le ayudaba a vencer el miedo y las señas que le hacía Pelinho
con medio cuerpo fuera del vehículo le envalentonaban:
-“ A dereita. Bem. Agora a esquerda. Muito bem. Uma mais a esquerda. Recto. Todo bem”
Llegaron por calles angostas a una plaza grande donde había tres taxis y algunos metros
más allá de éstos aparcaron el Peugeot no sin antes dar dos vueltas y esperar a que
quien parecía un sereno entrara en una taberna aún abierta.
Salieron del auto y subieron la calle empedrada con más pendiente apenas iluminada por
una bombilla amarilla y temblorosa. Llegaron a otra calleja todavía más lúgubre bajo la
tormenta que arreciaba. Pelinho detuvo la marcha y agarrando la reja de una
ventana y señalando con la otra las nubes que viajaban veloces entre los rayos le señaló
a Dioclón dónde pasó toda su infancia y hacia dónde miraba siempre desde la ventana del
palacete.
Pelinho avanzó unos metros hasta doblar la esquina. Dioclón no apartaba la vista de la
cortina de nubes espesas, observando maravillado cómo iban apareciendo las cornisas,
los capiteles y los largos fustes del templo de la diosa cazadora.
Un silencio pétreo envolvía las calles empedradas, sólo roto por los maullidos y ladridos
de una pesecución animal.
El firmamento volvía a despejarse. La constelación de Orión presidía el cenit.
Subidos ambos al umbral de mármol del caserón permanecieron largos minutos en
silencio. Ahora roto por el silbido y el traqueteo lejano del ferrocarril.
Tanteó de nuevo Pelinho el fondo del zurrón de pellejo de cabra blanca y apretando con
fuerza el manojo de llaves volvió a mostrárselo al español. Los corazones de ambos
emitían fuertes latidos que resonaban a compás. Por fin, el portugués introdujo la llave
oxidada en la cerradura, y tras varios intentos se oyó que corría chirriante el aldabón
desde el interior.
El portalón estaba hinchado y atascado fue preciso que Dioclón le diera un buen culetazo
para que se abriera. Ya estaban dentro del zaguán. Ya se preparaba el gordito para
empujar la puerta de cristales ambarinos y derribarla cuando el flaco precipitó otra llave en
la nueva cerradura abriendo esta vez sin dificultad.
A tientas recorrieron la primera habitación en una oscuridad casi total que sólo salvaba el
débil haz de luz de las constelaciones.
A trancas y barrancas pudieron abrir las contraventanas atascadas y elevar las persianas
hasta la mitad. Se tumbaron ante ella sobre el viejo suelo de parqué. Pelinho se
puso como almohada el zurrón. Dioclón acomodó su cogote sobre la talega del queso.
Ambos exhaustos, cayeron en los brazos de Morfeo. La habitación se llenó de ronquidos y
las nubes espesas descargaron sobre la vieja casa toda el agua que contenían. El gato
del templo había conseguido zafarse del perro perseguidor.
Pese a que el joven Pelinho había pasado prácticamente toda su infancia en la mansión,
no la conocía entera ya que su madre le regañaba severamente si le pillaba toqueteando
alguno de los pocos y raros objetos que aún le quedaban al siempre ausente almirante.
Nada más despertarse, los adolescentes se dirigieron a la cocina y arramplaron con una
lata grande de caballa de la alacena sin entretenerse a mirar la fecha de caducidad,
devorándola sin contemplaciones.
Habían pasado ya tres años desde que la madre cerrara definitivamente el portalón
porque el viejo marino no daba señales de vida y el olor a bacalao y otros salazones
todavía perduraba en la despensa. Empachados de caballa en escabeche fueron
abriendo una a una todas las ventanas.
Cuando Dioclón elevaba la persiana de la que fue la habitación de los Pitusirgu, pasaba
por la calleja un campesino de rostro surcado y renegrido con su yunta que le saludó con
un enorme bostezo:
-“Bom dia. Asim desperezam-se os galgos”, y siguió calle abajo con los bueyes. El
español asintió sin decir palabra, no fuera a meter la pata. Se alejó de la ventana y
cuando curioseaba entre los viejos libros del anaquel dos mujeres enlutadas pararon
frente a la reja.
-“Olha, Susana. Já voltou o marinheiro”, le dijo una a otra que se atusaba el moño.
Dioclón se asustó tanto que perdió el equilibrio y cayeron todos los libros de la estantería.
Pelinho , que se encontraba en el desván, llamó a su amigo para que viniera enseguida.
Dioclón subió jadeante a la segunda planta y a través de una escalera de caracol accedió
al polvoriento trastero.
Pelinho hacía sonar el manojo de llaves como si fuera un campanillo mientras su amigo lo
observaba con la lengua fuera.
Otra vez ante una cerradura. Ahora el baúl del almirante. Las ratas arañaban las tuberías
y huían por los canalones de cinc. Toda la superficie del baúl estaba blanquecina de
excrementos de palomas. La uralita y la claraboya de plástico dejaban entrever las patas
de los pichones.
Pelinho introdujo la llave y con la ayuda de su compañero consiguió destapar el arcón.
Levantaron las telas pintadas de los indios navajos, los bordados peruanos y varios
planisferios celestes que se deshacían al tocarlos.
Dioclón miraba perplejo lo que aparecía ante sus ojos:
Un catalejo, el sextante y la concertina del almirante Liria. El fuelle del instrumento no
resoplaba desde antes de que el marino llegara con los miembros engangrenados.
Dioclón había encontrado el instrumento de sus sueños. Lo tomó entre sus manos como
si estuviera vivo. Acarició las estrías de madera de raíz carcomidas de salitre. Insufló los
pulmones de su fuelle de tela de biombo floreada y brotaron las notas tanto tiempo
cautivas.
Pelinho manoseaba el catalejo y se preguntaba para qué valdría el otro raro aparato, mas
le daba igual, ahora estaba absorto escuchando la melodía del hexágono mágico.
Los adolescentes no sospecharon que el vigilante de la plaza fuese abstemio y, tras
tomarse un zumo con la dueña de la taberna, tomase nota de la matrícula del coche,
diese parte a los guardias y se chivase de que había un Peugeot estacionado en la
parada de los taxis.
Por otro lado, en el cortijo al anochecer comenzaron a echar en falta a los chavales. Por
mucho que hubieran sido los héroes mojoneros de la primera jornada de montería, nadie
les había concedido el pase per nocta.
La lluvia disipaba enseguida el calor de las arrobas de vino del festín a los batidores
que salieron inmediatamente en su búsqueda en caballos, mulas y motocicletas Rieju.
El padre de Dioclón tuvo un presentimiento trágico y de inmediato se dirigió a la ciénaga
de la mojonera empalmando un cigarro con otro.
La madre de Pelinho iba tras el gritando y maldiciendo una letanía.
Los cazadores se repartieron los mastines y los fox-terriers que tanto había cuidado
Pelinho y corrieron por otros senderos a hallar algún rastro.
Uno de ellos comprobó que su coche no estaba y al momento dio la voz de alarma.
Uno a uno fueron volviendo todos sin haber hallado ninguna señal y ni el más sabueso
hubiese encontrado una huella a causa del temporal.
Varios vehículos fueron a recorrer el camino hasta la carretera general. Unos se
adentraron varios kilómetros hacia la frontera de España sin encontrar nada. Otros
tomaron camino de Évora hasta la gasolinera y preguntaron pero el encargado acababa
de entrar en su turno y no había visto nada sospechoso.
Al padre de Dioclón se le había terminado el paquete de Bonanza y compró en la
gasolinera un SG.
Se encerró con la madre de Pelinho en la oficina del encargado a telefonear a todas las
comisarías y puestos de guardia de los pueblos más cercanos.
Volvieron hacia el cortijo atrochando con el Saab por sembrados y veredas, por caminos
de piedra y zigzagueando entre los cañaverales, sin poner la radio.
La señora Pitusirgu maldiciendo a la tormenta y el señor de la Hoz apurando los últimos
cigarrillos SG sin boquilla.
Bajaron del coche y se despidieron de los batidores, que estaban de barro hasta las
trancas.
Lo mismo hicieron con los cazadores, una vez que éstos hubieron recogido a los perros.
Paró de llover y las estrellas del cinturón de Orión emergían de unos nubarrones más
oscuros que la noche.
La mastina preñada aullaba a los mochuelos de los quejigos.
La bombilla tenue del establo se fundió.
El cazador entró con la guardesa por la puerta de atrás, mudo y cabizbajo.
Él se sentó en la silla que Pelinho había ocupado hasta ese día. Ella le ofreció un trozo
de pastel de liebre y éste lo rechazó de súbito. Le puso delante un mojicón y él lo apartó
hacia ella.
Sirvióle por último un tazón de aguardiente de garrafa y lo bebió de un trago. Le acercó
suavemente el tazón y la señora se lo lleno de nuevo hasta el borde.
El padre de Dioclón encendió el ultimo pitillo y preguntó a la señora Pitusirgu:
-“¿Tiene usted algún cenicero, por favor?
Ella se acercó muy lentamente al fogón y con una taza de cinc bebió agua de la tinaja.
Llevó después a la mesa un cenicero triangular con una marca de vermouth. Fue a la
habitación de Pelinho y el zurrón tampoco estaba.
Trajo del aparador una botella de anís vacía que rellenó de flores de ajo moradas y secas
y la colocó en medio de la mesa.
Se sentó en su silla. Miró la mano del hombre junto al cenicero.
Le miró a los ojos tras la cortina de flores de ajos y vio que lloraba.
Volvía a tronar. Los dos se levantaron y abrazaron.
Pelinho había oído decir mil veces a su madre que el almirante se fue a Porto Covo y no
volvió más y que por ello tenía el oficio de guardesa, y él, de cuidador de mastines
bonachones y traviesos fox-terriers.
Dioclón relató a Pelinho lo poco que sabía de los portugueses, excepto que cuando
llegaban a su pueblo los autobuses aparcaban haciendo un redondel y a los niños nos
preguntaban que dónde había una fuente.
Que su abuelo se marchó con otros mozalbetes para Lisboa con la intención de ir a
América, pero se quedaron a mitad de camino, esto es, en Évora, donde desde las rocas
talladas de un cerro próximo contemplaron la estrella del rabo, es decir, el cometa Halley
en 1910.
El portugués había leído en un libro del anaquel del Liria que la estrella del rabo se hacía
visible cada 76 años, y ambos hicieron cábalas sobre cuándo la verían ellos.
Pelinho metió en el zurrón el catalejo y el sextante y Dioclón hizo lo propio con la bella
concertina, vaciando previamente la talega de miguitas.
Bajaron toda las persianas y cerraron las ventanas.
Salieron a la calle, se despidieron de Diana cazadora y su templo y caminaron hasta la
estación para tomar el primer autobús que fuera a Sines.
Dioclón se espanzurró ocupando dos asientos y apoyando la cabeza en el cristal.
Se durmió con el sol tibio del medio día dándole en el cogote y abrazando la concertina
encima de la barriga.
El moreno espigado se sentó con una señora que leía un libro con los ojos cerrados y
moviendo los labios.
Él miraba con el catalejo hacia un lado y a otro, lo cerraba, lo volvía a abrir y así hasta la
sierra de Grândola donde empezó a jugar con el sextante.
La señora seguía leyendo dormida.
Curvas por todos lados. Pelinho seguía jugando con el aparato. La señora se espabiló y
sacó del bolso un pan caliente con chorizo.
El tragaldabas de Dioclón también se espabiló.
El olor a chorizo se disipaba. Olía a salitre. Habían llegado al océano, a Sines.
Llevaban consigo la juventud y los instrumentos de navegación, pero les hacía falta el
druida que les instruyese en la magia de las estrellas y ese no era otro sino el almirante
Liria.
El sol estaba cayendo y se asomaron al acantilado. Los delfines saltaban sobre las olas
plateadas.
Permanecieron maravillados en silencio hasta que se ocultó y llegó una racha de aire frío.
Prosiguieron hasta el puerto buscando al lisiado por todas las tascas sin éxito.
El océano estaba cada vez más bravo.
Caminaron por la playa hacia una fortaleza en la que sobresalía un faro recién encendido.
Junto al faro, entre las casas blancas adosadas a la fortaleza, había una tasca y allí
tomaron un zumo e intimaron con el tabernero, que les puso sobre la pista del viejo
marino.
Le dijo a los chavales que hacía tiempo que no venía por allí y que si no había muerto
estaría delirando gravemente en Porto Covo. El tabernero les aconsejó que no fuesen por
la costa, porque el mar “no estava para brincadeiras”.
Se despidieron del amable tabernero que previamente les había preparado un plato
de lulas calientes en su propia tinta y unas mantas.
Al salir de la tasca, el vendaval los abofeteó y empapó de agua, mas pese a ello,
alcanzaron por una vertiginosa escalera una sólida y vetusta mazmorra de la fortaleza.
Dioclón y Pelinho echaron las mantas al suelo y se hartaron de dormir mientras el
maremoto extendía sus zarpas.
Era domingo por la mañana pero aquello parecía el fin del mundo.
Los mastines rugían, aullaban y ladraban como jamás lo habían hecho y los fox-terriers
parecían corderitos asustados. Las ramas secas y el corcho de los alcornoques volaban
como hojas, estrellándose contra las paredes de adobe del cortijo.
El techo del establo había desaparecido y en el gallinero no había nada más que tres
huevos rotos.
Pasó el huracán.
Desatrancaron las puertas y las ventanas y salieron a ver un panorama desolador. No
quedaba nada, excepto el Saab verde del 69 puesto del revés y el maletero abierto.
La madre de Pelinho se llevó las manos a la cabeza horrorizada mirando el gallinero.
Algunos animales iban llegando tambaleantes. Una vaca, un mastín, dos gallinas...
El padre de Dioclón caminó hacia el coche escarabajo y recogió las escopetas esparcidas
alrededor:
La superpuesta, la repetidora, el Winchester, la Beretta... y se dirigió con ellas a la
mojonera.
Ahora salía el sol. Qué tiempo más loco.
Se situó frente al tronco desnudo, seco y sin ramas salvadoras y contempló cómo las
armas que arrojaba al barro caleño, se hundían para siempre en la profundidad de la
tierra.
La mazmorra había resistido y los chavales bajaron exultantes a la playa para emprender
rumbo sur a Porto Covo.
El Sol aquí también vencía a un Bóreas desquiciado.
Pelinho echó mano al zurrón y sacó los aparatos para navegar. En una mano el sextante,
en la otra el catalejo; saltando y bailando.
Dioclón improvisaba con la concertina siguiendo las huellas que su amigo iba dejando en
la arena.
Se toparon con un gran barco pesquero volcado sobre la arena con las lubinas y los
pargos aún vivos.
Salvo los peces, no se veía a nadie y continuaron alegremente sin demora.
Vieron en la lejanía una barca pequeña volcada en la arena y a un hombre tumbado al
lado envuelto en unas redes.
Corrieron a socorrerlo y al desenliarlo de las redes observaron que le faltaba un brazo y
una pierna.
Dioclón lo incorporó y Pelinho le echo una manta por encima y con otra manta lo secó
dándole fuertes masajes hasta que volvió en sí. Pensó por un momento en sus mastines
Pelinho y el almirante Liria se reconocieron al instante. Los tres se abrazaron.
El sol se elevaba con poderío sobre el pueblecito de pescadores.
Los tres abrazados avanzaban por la playa.
El almirante Liria les prometió que la próxima vez que llegara la estrella del rabo, harían
un redondel con la tripulación de su barco, donde las piedras del cerro, y, justo en el
centro, o algunos pasos para acá o para allá, al cavar hallarían el menhir de cuarzo.
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